domingo, 6 de julio de 2008

De niños aplicados, genios idiotas y sabios sin estudio

Uno de los caminos que generalmente recorre un ser humano mientras anda en este miserable planetita es el de la escuela en sus variados niveles. Tales niveles oscilan entre, generalmente desde maternal y guardería... o alguna pendejada de ésas ─cuando yo era niño la escuela empezaba a los 5 años, ahora casi casi el niño no acaba de nacer cuando ya le están ensartando clases─, hasta la universidad. Muchos sólo llegan hasta secundaria o preparatoria; otros no llenan y luego se meten a posgrados y especializaciones. El caso es que la gran mayoría de nosotros durante gran parte de nuestras vidas estamos en la escuela.

Parte primordial de ese proceso es el esquema de calificaciones. Esos numeritos o letras junto a nuestro nombre que algún pendejo inventó para determinar si somos o no lo bastante aptos en alguna área de estudio y, peor aún, determina si somos o no tan inteligentes como para formar parte del sistema educativo. Ese asunto de las calificaciones a veces llena de orgullo al estudiante y a su familia, orgullo que se puede tener desde el preescolar y hasta cuando llega el final de la carrera universitaria y a veces puede ser motivo de reclamos y disputas familiares, cuando el turulato en cuestión no llena los zapatos de las esperanzas que los padres le han querido poner ─muchas veces a güevo─. Alguna vez a todos nos han soltado una pendejada clásica como que «tienes que estudiar para que seas alguien en la vida» ocasionando sensaciones muy diversas: desde el sentimiento de culpa por «defraudar a nuestros padres» ─como si nuestra misión en la vida fuera darles gusto─, coraje y ganas de que no estén chingando, gusto por saber que los estamos haciendo emputar o, en el menor de los casos, estímulo para chingarle. Yo he tenido todas esas sensaciones en algún momento de ese proceso.

Todo eso conlleva un error muy común: ni el diploma o el título son garantía de inteligencia, ni la ausencia de estos son marca de estupidez. Muchas veces es todo lo contrario: el «burro» destaca en algo y el «aplicado» resulta ser un pendejo. Narro a ustedes mi experiencia con el fin de, aparte de la obvia catarsis que voy a hacer, ilustrar ─que no probar, la evidencia anecdótica no es prueba ninguna─ lo que he venido diciendo. No pretendo etiquetarme en alguna de las categorías que dan título a la entrada, eso lo van a hacer ustedes sin importar lo que yo diga, pero si quiero hacer ver el error y la mentira que representa pensar y decir que «el que saca mejores calificaciones es más inteligente»:

Primero que nada lean esta entrada.

Cito parte del mismo, que hago mío porque casi me pasó a mí igual:

Toda la primaria fui un niño modelo; tuve diploma todos los años, era abanderado, peinado de raya y bien portado, en resumen, era un putete.

Luego, cuando llegue a Querétaro y entre a la secundaria, todo se fue al carajo. Como cuando uno baja corriendo por una ladera empinada; al principio puede correr y mantener el equilibrio, pero poco a poco vamos dando zancadas cada vez mas descompuestas hasta que, irremediablemente, uno se da de cara contra el suelo. Así me paso.


Con algunas salvedades: cuando entré a la primaria ya sabía leer y escribir ─hoy todos los niños lo hacen, pero a principios de los 80 era algo destacado─, nunca me he mudado de casa y nunca fui abanderado ─me eligieron para ser quien diera las órdenes pero pude negarme a semejante humillación─.

Durante los años que pasé en la primaria me pusieron una aureóla de «niño genio» por el simple hecho de que mis calificaciones eran más altas que las de los demás. Eso implicó que cada año escolar se me diera la consigna y con ello la presión de «obtener diploma», porque yo era un niño «muy inteligente» y tenía la capacidad de hacerlo. Incluso en mi sexto año me tocó la convocatoria para los niños aplicados de demostrar el adoctrinamiento nuestros conocimientos con un concurso y sus eliminatorias, cuyo premio mayor era un desayuno con el presidente, que en ese entonces era Carlos Salinas de Gortari. Perdí por una sola pregunta en la última eliminatoria, o sea que el que me ganó sí se fue al desayuno... mal pedo por él, pero si me dejó con el «honor» de ser el alumno más destacado de mi generación. Realmente no fue gran problema obtener esos diplomas, fue algo muy sencillo, pero el punto es mostrar el prejuicio del reconocimiento al inteligente... que me acabé creyendo.

Cuando llegó el momento de entrar a la secundaria la cosa cambió drásticamente. Ya no era tan fácil sacar «buenas calificaciones» ─aunque aprender seguía siendo sencillo─, lo más que llegué a obtener eran sietes y ochos... y eso muy pocos, pero al mismo tiempo comenzó a darse un fenómeno muy simpático que hasta la fecha se sigue dando: aunque mis calificaciones decían que yo era un alumno mediocre, los «niños aplicados» siempre ─tarde o temprano─ acababan recurriendo a mí para una respuesta rápida, una asesoría o algo de eso. Además ya empecé a dar muestras de rechazo a la autoridad, que iban desde el clásico desmadrito en el salón de clases, hasta pelearme con maestros, prefectos y trabajadoras sociales. La cantaleta era siempre la misma: «Muchos niños ya quisieran tu cerebro ¿por qué te comportas así? Tú debes portarte bien», lo que una vez ocasionó una respuesta que casi le da un infarto a una trabajadora social y ameritó 3 días de suspensión para su servilleta por altanero: «Para portarse bien lo que se necesita es no tener cerebro». El colmo fue cuando una vez me hice de una llave de portafolios de los viejos Samsonite y con ella abrí el de un compañero para sacarle su lana durante una clase de educación física. El hecho se supo y acabé desterrado de tan benemérita escuela. Toooodo lo anterior fue apenas durante el primer año de la secundaria.

Segundo año. Otra escuela y mismo desmadre, pero ya me daba a notar menos. No se debía a que me reformara ─jajajajajaja─, sino a que la nueva escuela contaba con más elementos igual de desmadrosos que yo, lo que me hacía parte de un grupo más numeroso y que no me pusieran tanta atención como antes. El pedo vino cuando, por error, obtuve durante un bimestre ─que en ese entonces se llamaban periodos─ el tercer lugar de aprovechamiento en el salón, lo que causó sorpresas de mas de uno y me lanzó a la fama... con las mismas putas cantaletas anteriormente relatadas. De ahí acabaron corriéndome cuando le menté la madre a una profesora... en su cara.

Tercer año. Otra escuela y mismo desmadre... que pasó inadvertido. Acabé recluido en un maldito tugurio con salones de lámina y plafón con una plaga de cabrones de 17 y 18 años ─teniendo yo 14─ que esos sí eran un verdadero desmadre y no chingaderas. Todas mis pendejaditas previas, que antes me ameritaron expulsiones, aquí no valieron ni para que los profesores se aprendieran mi nombre. Esas eran las ligas mayores. Ahí mis calificaciones valieron madre, al grado de que, para poder salir, me aventé 3 extraordinarios y mi inscripción al bachillerato estaba a punto de irse al carajo.

Bachillerato. CCH Vallejo. Me reformé, ya no era el mismo chamaco desmadre, hubo algunos factores que operaron para ese cambio, pero que al mismo tiempo ocasionaron que me valiera madre el estudio, terminando un ciclo de bachillerato en 6 años, cuando normalmente eso lleva 3.

Ingeniería civil. Intento de estabilidad académica y esfuerzo por enderezarme de una buena vez, además los gastos de la escuela ya salían de mi bolsa y mis calificaciones eran buenas, sin destacar. Me surgió la idea de considerar el estudio como factor fundamental para el desarrollo del ser humano, independientemente de si se es o no inteligente, independientemente de si el estudio se lleva a cabo en una escuela o si se es autodidacta y, sobretodo, independientemente del reconocimiento externo. Pero meto la pata, resulta que nunca supe qué era lo que quería y me metí a ingeniero a lo bruto. Estando a punto de terminarla mando todo al carajo y me decido por el estudio de la historia.

Ahora estoy en el punto de que casi termino la licenciatura en Historia, lo hago por gusto, es mi elección. Me vale madre si me dicen que me voy a morir de hambre. Mis compañeros de mejores promedios se siguen asesorando conmigo y soy medianamente conocido.

Aunado a todo esto están los casos de los «niños aplicados» que he conocido, que terminaron su carrera y son «señores»... idiotas. Tambien tenemos casos de gente sin un título y con más cerebro.

¿Como ven? ¿Las calificaciones son muestra de inteligencia?

Siéntanse libres de opinar.

Queda de ustedes:

TORK: Bizcocho de Montecristo. Año 2008 E.C. - 9 E.E.

Tarde

Siempre llego tarde. Y no me refiero a cuestiones de puntualidad ─que eso da para su propia entrada─, sino a que siempre empiezo las cosas ...