Las fiestas decembrinas me hacen recordar parte de lo que fueron mis actividades en el círculo eclesial. Y si le sumamos que the jab menciona sus experiencias con el catolicinismo, tengo algo de motivación para seguir con mi relato, sobre el cual, después de dos entradas, caí en cuenta de que su título no tiene nada que ver con lo que estoy contando, puesto que sólo narro mis memorias en el ambiente eclesial y no toco las cuestiones doctrinales y dogmáticas de fondo que hacen del catolicismo un semillero de descreídos. Pero como diría Homero, soy muy viejo para cambiar y se joden, seguimos con el título en cuestión, sabiendo de antemano de qué estoy hablando. Si algún despistado que apenas llegue a este relato se perdió en alguna cuestión, le recomiendo leer las entregas anteriores.
Primera parte
Segunda parte
El Bizcocho de Montecristo se hace liturgo y se empieza a pelear con sus propios compañeros del arma.
No sé si llegue hasta ese punto. Sólo retomo desde donde me quedé.
Los grupos litúrgicos, llamados en la parroquia Ministerio de Liturgia ─del griego Leiton-ergon: servicio público─, son grupos de personas encargados de todo lo concerniente al culto: Desde la preparación de los manteles para el altar hasta la vestimenta del sacerdote, pasando por la preparación de los dones ─pan y vino─, el acomodo de la gente, servicios solemnes ─como en incienso y los ciriales─, los lectores, comentadores o cualquiera que usara el micrófono y un chingo de cosas más que algunos de ustedes seguro ni se imaginaban y que son una verdadera joda para quienes las realizan. Si algún servicio parroquial merece mi respeto es precísamente ése por la putiza que implica.
Pues la bola de revoltosos sobre los cuales he escrito fuimos invitados casi desde nuestra entrada en escena a participar en dichas actividades, labor que nos fue uniendo como grupo, ganándonos el aprecio de unos y el desprecio de otros. Algunos de nosotros no nos dedicábamos de lleno a ello: su servilleta estaba involucrado en la idiotización de niños ─como si la televisión no bastara─, otros estaban trabajando con los pocos jóvenes que había, otros querían trabajar con las comunidades... creo que ya entendieron, pero todos les echábamos una manita a quienes sí estaban dedicados de tiempo completo.
Anteriormente mencioné a un exsemiminarista. Él se encargó de entrenarnos a todos en los menesteres que implica el servicio del altar. Esta actividad, junto con las comunidades descritas en el relato anterior consolidaron nuestra amistad y nuestro apreció, amén de que consolidó a los demadrosos jinetes del Apocalipsis:
Toda esa situación me llevó a renunciar al control de minidemonios con gran dolor de mi nueva jefa y me dediqué de lleno al servicio litúrgico. He de decir que me volví bueno en eso, Hice un poco de todo: acomodaba gente, armaba alegorías ─las cortinas ésas grandes a las que se les adhieren letras con pasajes alusivos a la misa del día─, andaba de monaguillo ─ya tenía yo 18 años, así que estaba a salvo de cualquier Maciel en potencia─... pero mis actividades favoritas y que mejor realizaba eran dos:
El manejo del incensario y el manejo del micrófono.
Paralelamente a esas actividades hacía otras que me mantenían en la iglesia casi todo el día, todos los días: trabajaba en equipos juveniles, mis labores de comunidad donde me desempeñaba como catequista, preparando gente para que acudieran a sus retiros, etcétera. Era yo toda una rata de sacristía, al grado de reprobar la mitad de las materias del CCH y tardarme 6 años en terminarlo, cuando normalmente se lleva 3. Incluso recibí la invitación por parte de uno de mis amigos del seminario a formar parte del alumnado del mismo. Decidí que aceptaría la invitación y que me haría sacerdote, pero un vistazo a lo que ello representaba me hizo decir ni madres. Nunca fui capaz de llevar una vida de austeridad y me gustaban más las chamaconas que las beatas, así que preferí seguir sirviendo por fuera.
La polarización entre nosotros como grupo y los viejos fue acrecentándose y pasó de simple antipatía a una franca hostilidad: nos escondían los libros, no nos conectaban el sonido, metían cizaña para que no aprobaran nuestros proyectos, cosa que nunca pudieron hacer porque el párroco estaba de nuestro lado; destruían a navajazos nuestras exposiciones... en fin, muy cristiano el asunto. El pobre párroco, en un arranque de encabronamiento y de impotencia decidió abolir al grupo completo al más puro estilo de «no me importa quien empezó, se chingan todos» ─así como los papás idiotas que no son capaces de solucionar los problemas entre sus hijos y castigan a todos─. Todos fuimos explusados del servicio y la mayoría de nosotros nos quedamos sin nada qué hacer ahí. A los pocos meses, cuando se calmó el asunto, fuimos readmitidos, pero ya no a la parroquia, sino a una capilla sucursal. De manera que pasamos de esto:
A esto:
Paradójicamente, los años más felices de mi servicio se dieron en esa austera capillita, pese a que continuaba la hostilidad hacia nosotros. Éramos un grupo totalmente autónomo: todo lo que la capilla requería provenía de nuestra bolsa, ya que no contábamos con alguna clase de subsidio. Al contrario: las limosnas que se recolectaban el párroco se las llevaba íntegras. Aun así pudimos consolidar un grupo muy fuerte al ser todos jóvenes y contar con el entrenamiento adecuado, amén de que contábamos con los habitantes de la zona, que siempre nos ayudaron cuando los necesitábamos; la parroquia, por su parte, decayó en sus servicios litúrgicos y eso que tenían todo el apoyo y los recursos. Ese detallito hizo que voltearan sus ojitos a nosotros y decidieron por dedazo desintegrar el grupo para repartirlo y «que la parroquia y las capillas tuvieran los servicios que necesitaban». Naturalmente nos opusimos a semejante atropello; el párroco y el encargado general de liturgia nos brindaron sus mejores piezas de chantaje.
Todo eso es sólo parte de lo que, como grupo tuvimos que enfrentar y de lo cual salimos victoriosos, pero hubo un terremotito del que no pudimos librarnos.
Próximo episodio: El Bizcocho de Montecristo (ahora sí) se empieza a pelear con sus propios compañeros del arma.
Queda de ustedes:
TORK. Bizcocho de Montecristo. Año 2007 E.C. - 8 E.E.
Cuarta parte
- Hambre: el tragón del grupo. Pese a ser el más feo era el más mujeriego.
- Peste: el exseminarista. El mayor de nosotros ─me llevaba siete años─. Visto como apestado por ser quien nos "sonsacaba".
- Guerra: yo mero. Desmadroso, conflictivo y altanero, cualidades que con el paso del tiempo he cultivado y acrecentado.
- Muerte: el más joven. Apodado así porque una vez intentó suicidarse y aparte quería ser médico forense.
Toda esa situación me llevó a renunciar al control de minidemonios con gran dolor de mi nueva jefa y me dediqué de lleno al servicio litúrgico. He de decir que me volví bueno en eso, Hice un poco de todo: acomodaba gente, armaba alegorías ─las cortinas ésas grandes a las que se les adhieren letras con pasajes alusivos a la misa del día─, andaba de monaguillo ─ya tenía yo 18 años, así que estaba a salvo de cualquier Maciel en potencia─... pero mis actividades favoritas y que mejor realizaba eran dos:
El manejo del incensario y el manejo del micrófono.
Con flechita el Bizcocho turífero y encerrado en círculo el dichoso incensario. La foto se ve mal porque fue revelada en Elektra |
La foto del güerito en el atril es sólo ilustrativa. No tengo fotografías donde aparezca con micrófono |
Paralelamente a esas actividades hacía otras que me mantenían en la iglesia casi todo el día, todos los días: trabajaba en equipos juveniles, mis labores de comunidad donde me desempeñaba como catequista, preparando gente para que acudieran a sus retiros, etcétera. Era yo toda una rata de sacristía, al grado de reprobar la mitad de las materias del CCH y tardarme 6 años en terminarlo, cuando normalmente se lleva 3. Incluso recibí la invitación por parte de uno de mis amigos del seminario a formar parte del alumnado del mismo. Decidí que aceptaría la invitación y que me haría sacerdote, pero un vistazo a lo que ello representaba me hizo decir ni madres. Nunca fui capaz de llevar una vida de austeridad y me gustaban más las chamaconas que las beatas, así que preferí seguir sirviendo por fuera.
La polarización entre nosotros como grupo y los viejos fue acrecentándose y pasó de simple antipatía a una franca hostilidad: nos escondían los libros, no nos conectaban el sonido, metían cizaña para que no aprobaran nuestros proyectos, cosa que nunca pudieron hacer porque el párroco estaba de nuestro lado; destruían a navajazos nuestras exposiciones... en fin, muy cristiano el asunto. El pobre párroco, en un arranque de encabronamiento y de impotencia decidió abolir al grupo completo al más puro estilo de «no me importa quien empezó, se chingan todos» ─así como los papás idiotas que no son capaces de solucionar los problemas entre sus hijos y castigan a todos─. Todos fuimos explusados del servicio y la mayoría de nosotros nos quedamos sin nada qué hacer ahí. A los pocos meses, cuando se calmó el asunto, fuimos readmitidos, pero ya no a la parroquia, sino a una capilla sucursal. De manera que pasamos de esto:
A esto:
Paradójicamente, los años más felices de mi servicio se dieron en esa austera capillita, pese a que continuaba la hostilidad hacia nosotros. Éramos un grupo totalmente autónomo: todo lo que la capilla requería provenía de nuestra bolsa, ya que no contábamos con alguna clase de subsidio. Al contrario: las limosnas que se recolectaban el párroco se las llevaba íntegras. Aun así pudimos consolidar un grupo muy fuerte al ser todos jóvenes y contar con el entrenamiento adecuado, amén de que contábamos con los habitantes de la zona, que siempre nos ayudaron cuando los necesitábamos; la parroquia, por su parte, decayó en sus servicios litúrgicos y eso que tenían todo el apoyo y los recursos. Ese detallito hizo que voltearan sus ojitos a nosotros y decidieron por dedazo desintegrar el grupo para repartirlo y «que la parroquia y las capillas tuvieran los servicios que necesitaban». Naturalmente nos opusimos a semejante atropello; el párroco y el encargado general de liturgia nos brindaron sus mejores piezas de chantaje.
- ¿Así cumplen con la voluntad de Dios?
- Recuerden que deben de someterse.
- ¿Se negarían en su trabajo a hacer lo que su patrón les dice?
Todo eso es sólo parte de lo que, como grupo tuvimos que enfrentar y de lo cual salimos victoriosos, pero hubo un terremotito del que no pudimos librarnos.
Próximo episodio: El Bizcocho de Montecristo (ahora sí) se empieza a pelear con sus propios compañeros del arma.
Queda de ustedes:
TORK. Bizcocho de Montecristo. Año 2007 E.C. - 8 E.E.
Cuarta parte